Mis padres eran endogámicos, un aburrimiento bárbaro, lo único que me permitían era hacer los deberes, estudiar y bañarme todos los días. Con mucho disimulo abría la ducha, mojaba mi esponjita y el jabón. Humedecía mi toalla y listo. Me peinaba la parte de adelante a la cachetada y lo de atrás, como no la veía quedaban los pelos parados.
—Andá
lavate los dientes.
Ponía dentífrico en el cepillo, luego lo
enjuagaba. Mi cepillo durante la infancia, desconocía el interior de mi boca.
Iba al mismo colegio que mis primos. El más bueno me escupía los pelos parados
y le pasaba la mano. Si estaba resfriado mejor, el pelo quedaba chatito.
Cuando mis padres viajaban a Brasil me
dejaban con mi abuela, tenían terror que el avión se cayera y yo muriera. Si
les pasaba a ellos no les importaba tanto, pero yo tenía toda la vida por
delante. Mis primos conchetos me invitaban a su pileta semi olímpica con un
trampolín, parecía que tocaba con las manos el cielo y caía de cabeza en el
agua. Un día, mi primo, el más perverso, me empujó. Caí sobre el borde de la
pileta, me abrí la cabeza.
El agua se tiñó de rojo y me desmayé en
brazos de la mucama, era una buena mujer. Usó las puntillas de Bruselas, (que
trajo mi tío) y me vendó toda la cabeza. De a caballo conmigo amochilado se
presentó en el dispensario municipal. Me dieron anestesia total y me bordaron
la herida, punto cruz. ¡Qué buena es la anestesia! Me hizo volar y la atención
que me brindaron los primos conchetos, té con miel inglesa, tarta de limón y
antibióticos recetados.
Me quedé a vivir ahí por unos días, pero mis
deseos de venganza hacia el primo perverso, culpable de la rajadura de mi
cabeza, en cuanto estuve bien le pegué un rodillazo en las bolas, a él le dolió
tanto que quedó sin habla. Como resultado quedó unitesticular, el otro lo
comimos a la parrilla.
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