Las miradas de
nadie llegaban a ese lugar. Una biblioteca con cientos de libros, de piso a
techo, un escritorio oscuro, con un sillón maravilloso, con el olor que juntan
tres generaciones, algunas se encargaron de retapizarlo y el último decidió
extenderle una piel de oveja grande y calentita. Mis sobrinos nietos, me
sacaron del geriátrico, podía valerme por mí misma, era un gasto innecesario.
Vivía en una habitación pequeña, que antes se le decía la pieza del opa. Se
tenían muchos hijos, siempre alguno salía opa y las familias ocultaban lo que
llamaban escarnio, o vergüenza, en los fondos de las casas.
Mi pieza de
ahora, fue de alguien de mi familia, pero nadie sabía de quién. Me volví vieja
sin darme cuenta, le atribuí a mis dolencias y desgastes, a que dormía poco, no
tenía marido ni hijos. La manía de recluirme, fue de siempre. Al escritorio no
iba nadie y el sillón guardaba la forma de mi cuerpo marioneta, faltaban leer
los dos últimos estantes. Los libros más apasionantes, provinieron de esos
estantes.
Dejé de comer,
para poder terminar antes, no sé por qué, pero antes. Comencé a notar algo
redondo y pequeño arriba del último estante, de la sorpresa pasé al miedo, que
era más grande que aquella cosa redondita.
Daba vuelta las
páginas, y siempre estaba, lo peor era que me miraba. Una noche terminé un
libro y entró el sol. Fui a buscar la última novela y un brillo mínimo me
invalidó el ojo derecho, la escalera no alcanzaba y estiré mis brazos, tomé el
libro como un tesoro desarmado y cuando la escalera con ruedas, recibió el
segundo paso, resbalé y caí al piso, boca arriba. Las hojas volaban sobre mí y
cubrían el piso.
El brillo pasó,
tuve la seguridad de que el ojo ya no estaba, palpé el piso y había algo duro,
como una bolita de naftalina. Lo levanté, lo vi de cerca, era el ojo de un
osito que fue de mi hermana más grande y en nuestras peleas cotidianas, le
arranqué el ojo al oso. Ella no estaba, lo escondí donde no pudiera
encontrarlo.
Estoy vieja final, ahora soy consciente. Aquel episodio que se nubla, yo con ocho años, subiendo los escalones y colocando el ojito en medio del estante de libros, el que rozaba el techo, el que ahora me mira y parece contento, que no me pueda incorporar, todos mis huesos quebrados y siento que lo único vivo es ese ojo, que me deja ciega.
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