Nació para no hacer nada, ni de chico, ni de joven, ni de adulto. Él mismo se preguntaba por qué había nacido sin permiso. Su madre lo trajo al mundo pensando que era un lugar maravilloso. Nunca jugó a nada, todo le parecía aburridísimo. Dormía tiempo completo, no le gustaba cuando venía su madre a besarle los cachetes, asco daba. Su padre sentía impotencia ante el modo de ser de Potencio, le daba odio haber elegido ese nombre para su hijo impotente.
Cuando Potencio hizo el secundario, las cosas
tomaron color. La chica que ocupaba el lugar de al lado, jamás le hablaba, pero
le copiaba todo. Jacinta tenía pelo color amapola ensortijada, ojos color cielo
tormentoso y la sonrisa prohibida. Potencio le hizo cosquillas en un recreo, lo
miró complacida, sonrió con los ojos, sin la boca. El día de la primavera,
Jacinta lo invitó a comer a orillas del río, dijo tener una sorpresa para él,
la condición fue que quedara entre ambos. Cuando terminaron de comer unos
deliciosos pescados de merluza con papas fritas. Él preguntó por el postre.
Jacinta dijo que el postre era mostrar su sonrisa con dientes. Le puso un
pañuelo de seda en los ojos y procedió, tiró una punta del pañuelo. Aparecieron
sus dientes, los de arriba tenían colores primarios, los de abajo secundarios y
uno de oro con su nombre. El sol se reflejaba en el diente de oro, rodeado de
rojo, amarillo, azul y arriba, abajo verde naranja y violeta.
Él con suma delicadeza la atrajo desde la
cintura y le dio un beso con su lengua recorrió cada uno de sus dientes.
Después vino lo mejor, eso preferiría no contarlo, queda a gusto del lector,
desde ya está invitado al borde del río.
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