Lo dibujó en un papel, nos llevó al terreno vacío y dijo que miráramos a través del papel cera, el piso quince, señalado con un punto rojo, globo a gas y nosotros como dos boludos, le dimos el adelanto de trescientos mil dólares. Al día siguiente le entregamos el dinero y con el entusiasmo olvidamos la certificación. Fuimos al siguiente y la Oficina era tapera, nunca se construyó nada, obvio y quedamos en la calle.
Luego de curtir
el duelo y sabiendo que aquello no tenía solución, a mí mujer se le ocurrió
algo. Teníamos enfrente un terreno del tamaño de una manzana. Nadie sabía a
quién pertenecía, pero una cortadora de superficies grandes dejaba un césped
grueso y prolijo.
Estaba rodeado
de postes cuadrangulares, de madera noble, pintados con cetol y con cinco
recorridos de alambres sin púas. Pusimos un aviso en el diario y llovieron las
respuestas. Nos comportamos como el estafador, mostramos el papel cera, para
ver a través. Conseguimos un globo a gas, rojo y a los futuros adquirentes, les
señalábamos la ubicación de los distintos pisos. Mi mujer los atendía con ropa
de diseño y escotes escotados. Yo con mi traje de casamiento y una corbata
discreta, como la discreción.
Cayeron tres
puntos, con autos lungos gamuzados y uno tras otro dieron el adelanto confiando
en nuestro aspecto confiable. Con novecientos mil dólares y otros cuatro puntos
que cayeron retardados, dos millones doscientos mil dólares, desaparecimos del
pueblo.
Compramos una
casa rodante importada de Panamá. Llegamos a una playa mejicana, conducía mi
mujer cantando:
—…si será gil
ese gil, que creyó en tu aristocracia…
Le dije:
—Amor, pará ahí,
por si nos trae mala suerte.
Ella contestó:
—Estamos
vacunados, amor, relajate…
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