Andaba la ruta de La Plata a Tandil, donde vivían sus padres.
Ellos lo despedían con stress alto, sabían
que todo estaba grave en cualquier lugar. A su regreso el hijo les contó que lo
detuvieron en la ruta cuatro polis con armas largas.
—Ustedes tres vayansen, con mi arma
incluída, no se preocupen, no quedarán afuera. Abrí la puerta y bajate, debo
revisar este auto.
El chico le dijo:
—Mi única pertenencia es este móvil. (Como
dicen ustedes) Lo reviso yo y vos mirás.
Cuando bajé del auto no terminaba de salir,
de alto y musculoso con tatuajes como una telaraña en la cabeza. Le tiré la
ropa mugrienta. (Que la lavaba mi madre) Tres mochilas con zapatillas sin marca
y un olor a pata que mataba. Setecientos libros desconchados y tres
computadoras rotas.
—Se me hace tarde, te doy estos dos porros,
plata no me pidás porque no tengo un goman y aunque tuviera no te daría, te
dejo dos porros de regalo.
—¿Entonces tenés más?
—Qué loco que es todo, hace 150 km, unos
colegas tuyos se llevaron todo mi canabis y el dinero. Tengo una caja de forros
yanquis, te los dejo, los podés repartir o vender o metértelos donde más bronca
te dé. Dejame de joder, mis viejos me esperan, se van a preocupar ¡no me jodas
más! Tienen ochenta años.
Cuando llegó a su casa habían ido a la procesión,
flaquitos como dos ramas secas y menudos, los apretaron tanto que la procesión
les pasó por encima y ambos murieron por asfixia y destrozo de los dos cuerpos.
El hijo lloraba y decía:
—¡Qué hijos de putas que son los tandilinos,
sobretodos los católicos. La Plata es una mierda, Tandil le gana por varios
cuerpos.
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