Alguien olvidó
una parca. Lo corrí y se la alcancé, dijo gracias y me dio vuelta la cara.
Trabajaba en el cubículo frente al mío. Tenía intriga, me asomé a su
escritorio.
—¿Me acompañás a
comprar puchos?
Le extrañó mi
invitación.
—Es como si
dijeras a comprar veneno, pero vamos.
Noté que me
seguía a todas partes y ahora, si yo lo miraba, él también. Sus zonas
predilectas eran mi culo, las tetas y mi boca.
No daba más, le
pregunté:
—¿Y?
Encontré un
papelito en mi escritorio: “Te espero en la terraza, yo estoy como vos, es a
las 18 horas, cumplí ese horario, porque después vienen otros. No te conozco,
pero te quiero, intuyo que siempre te quise. No sabía que vos también.”
Subimos al
ascensor angosto, cuerpo a cuerpo y respirar era tormenta. Lo trabamos e
hicimos el amor antes de quitarnos la ropa y después todo.
Había encuentros
tan frecuentes que no soportábamos la espera, cualquier lugar venía bien,
públicos, entre yuyos y privados. Un día propuso atarme de pies y manos a la
cama. Le escupí la cara rogando que me desatara. Subí al auto y me arrepentí
antes de llegar, él estaba adentro con las sogas en la mano, lo puse boca
arriba y de paso practiqué nudos marineros, lo monté como a un caballo y
descubrí sus dotes de madera.
Empezó la Facultad
y nuestro alejamiento. Los encuentros fueron esporádicos y hablaba de sus
compañeras, ocho años menores que yo.
—Vos de joven
debías estar buena, pero ahora tengo una compañera que te gana por varios
cuerpos.
Lo mandé a la
mierda, sádico perverso. Renunciamos a nuestros trabajos y los dos obtuvimos
laburos de menos horas, triplicando aquellos sueldos.
Sus ojos
parecían decir adiós y los míos ya extrañaban.
No me casé ni
tuve hijos, el tiempo pasaba y su imagen permanecía. Llegué a la vejez y
gracias a Internet, logré localizarlo.
Fui al lugar
donde vivía, me atendió él, pelado, cara carrujada, lo reconocí por los ojos
celestes en el fondo de sus párpados tristes. Yo estaba igual o peor, él no me
reconoció. No le dije. Pretexté una equivocación. Escuché unos pasos tras de
mí, era su hijo, una reproducción de él, joven.
Subí al auto, la
neblina no me permitió ver un hombre haciendo señas desesperadas, las ruedas
pasaron por su cuerpo, bajé y era él, tuvo tiempo de murmurar:
—Que se atrasen todos los relojes, te espero en la terraza…
No hay comentarios:
Publicar un comentario