viernes, 9 de agosto de 2024

SEXUAL

   Alguien olvidó una parca. Lo corrí y se la alcancé, dijo gracias y me dio vuelta la cara. Trabajaba en el cubículo frente al mío. Tenía intriga, me asomé a su escritorio.

   —¿Me acompañás a comprar puchos?

   Le extrañó mi invitación.

   —Es como si dijeras a comprar veneno, pero vamos.

   Noté que me seguía a todas partes y ahora, si yo lo miraba, él también. Sus zonas predilectas eran mi culo, las tetas y mi boca.

   No daba más, le pregunté:

   —¿Y?

   Encontré un papelito en mi escritorio: “Te espero en la terraza, yo estoy como vos, es a las 18 horas, cumplí ese horario, porque después vienen otros. No te conozco, pero te quiero, intuyo que siempre te quise. No sabía que vos también.”

   Subimos al ascensor angosto, cuerpo a cuerpo y respirar era tormenta. Lo trabamos e hicimos el amor antes de quitarnos la ropa y después todo.

   Había encuentros tan frecuentes que no soportábamos la espera, cualquier lugar venía bien, públicos, entre yuyos y privados. Un día propuso atarme de pies y manos a la cama. Le escupí la cara rogando que me desatara. Subí al auto y me arrepentí antes de llegar, él estaba adentro con las sogas en la mano, lo puse boca arriba y de paso practiqué nudos marineros, lo monté como a un caballo y descubrí sus dotes de madera.

   Empezó la Facultad y nuestro alejamiento. Los encuentros fueron esporádicos y hablaba de sus compañeras, ocho años menores que yo.

   —Vos de joven debías estar buena, pero ahora tengo una compañera que te gana por varios cuerpos.

   Lo mandé a la mierda, sádico perverso. Renunciamos a nuestros trabajos y los dos obtuvimos laburos de menos horas, triplicando aquellos sueldos.

   Sus ojos parecían decir adiós y los míos ya extrañaban.

   No me casé ni tuve hijos, el tiempo pasaba y su imagen permanecía. Llegué a la vejez y gracias a Internet, logré localizarlo.

   Fui al lugar donde vivía, me atendió él, pelado, cara carrujada, lo reconocí por los ojos celestes en el fondo de sus párpados tristes. Yo estaba igual o peor, él no me reconoció. No le dije. Pretexté una equivocación. Escuché unos pasos tras de mí, era su hijo, una reproducción de él, joven.

   Subí al auto, la neblina no me permitió ver un hombre haciendo señas desesperadas, las ruedas pasaron por su cuerpo, bajé y era él, tuvo tiempo de murmurar:

   —Que se atrasen todos los relojes, te espero en la terraza… 

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