Siempre odié a la Escuela, no a mis compañeros, porque nos divertíamos y éramos multitud en los recreos.
Los personajes
que me hacían sentir chiquito, desamparado y triste, fueron los Maestros.
Hablaban con una seguridad colmada de poder, no transmitían nada que pudiera
servirme para algo que no sea aburrirme y el deseo constante de irme. Hasta la
Dirección me resultaba más agradable. Ir a corregir el cuaderno único, antes se
usaba un único para todas las torturas. Al cabo comprendieron que era mejor uno
para cada materia. Hacer la fila para que la Srta Fulana corrigiera.
—No te pongas
nervioso porque la Srta Lemida es un pan de Dios.
Si el pan de
Dios existía, era frío como una lápida. Tenían uñas rojas, largas, piel suave,
delantales almidonados antes del acrocel y un perfume dulce de abeja picuda. El
pelo era consistente, duro como sus gestos.
La segunda hora,
la temeraria Matemáticas. Disfrutaban llenando el pizarrón con números, signos
que parecían infinitos cuando seguían con los pizarrones del costado. Esos
tacos altos, las medias transparentes que cubrían piernas de mentira.
—Esta cuenta es
muy fácil, la resolución del problema no merece perder tiempo. ¿Alguien quiere
pasar?
Yo me hundía y
las sienes me latían cuando me miraba.
—Pase Ud, Sr
Quetorudo.
Me levantaba del
asiento despacio, llegaba al pizarrón y leía el problema como si fuera a
entender algo.
—Vamos, Sr
Quetorudo, no tenemos toda la mañana, más sencillo que eso es imposible, le
brindo ayuda, es una suma, una resta, una multiplicación y una división.
Cuando tocaban
el timbre del recreo, ella decía:
—Pueden salir
todos, menos el Sr Quetorudo. Yo bajaba la cabeza como un cobarde. Ella con un
dedo me levantaba el mentón.
—Decile a tu
Madre, que mañana necesito hablar con ella.
De donde deducía
que le iba a decir, que era un alumno problemático y no sabía cómo
solucionarlo.
El tercer tiempo
era dejarme sin recreo. Todas fueron iguales, por eso cuando paso por la
Escuela, ahora que soy adulto, le doy vuelta la cara.
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