Entró por un puertón y salió por el otro. Con el rabillo del ojo reconoció la pared del Tonel del Amontillado. Edgar, muchas veces llevó a cabo sus cuentos. O tal vez primero hizo y luego los escribió.
Había una pared
que curvaba raro, él imaginaba y observó los respiraderos de bodega cubiertos
de piedras pequeñas, el olor del vino salía, se sabe, el vino es muy de salir.
No era grato, había otro olor que lo expulsaba. Del crimen no era, hacía
demasiado tiempo desde que sucedió. Usó sus herramientas, era geólogo y
antropólogo independiente, llegó a los primeros ladrillos, iguales a los viejos
pero menos. Hizo un ventanuco para espiar, sólo llegaba su cara, cientos de
telarañas, hacían ruido cuando tejían, tal era el silencio.
Pensó que era
una tontera, pero algo lo obligó a agrandar el ventanuco.
Golpeó tres
veces y escuchó unos pasos seguros, le había parecido, muchas veces le sucedió
algo similar, golpeó cuatro veces y esta vez sí, los pasos estaban a dos pasos.
Un viejo partido por la vida, con un ojo en blanco, lo miró de reojo.
—¿Cómo alguien
tan joven puede interesarse por este castillo sin habitantes?
No hubo
respuesta, él quitaba ladrillos y el viejo sentado en un pilote dormía. Formateó
una puerta y dio pasos cortos para entrar. Cuando pasó su cabeza, un péndulo
filoso lo degolló. El viejo, que nunca durmió, empujó el cuerpo y dedicó la
noche y el día siguiente a restaurar la pared, antes de caer en el pozo
depresivo que le ocasionaban estos incidentes.
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