Bailaba sola,
como en todas las fiestas. Un chico me tomó de los breteles, y me ensartó un
beso. Pensé que metí la cabeza dentro de su boca, le vi los dientes, las
caries, sentí su paladar de olas atravesadas con restos de comida. Casi me
caigo, me sostuve de su campanilla, pero estaba tan resbaloso que bajé en
tobogán por su laringe, faringe, esófago. Esos me dieron oxígeno y me
repatriaron a los pulmones. Tenía alvéolos que se quedaron con la parte de abajo
de mi vestido.
Era un lindo
lugar para tomar una siesta mullida. Me molestaron bastante los conductos
sanguíneos y otras mangueras que se paseaban de aquí para allá. Llegué a dos
que me dieron miedo, una gorda y otra más delgada. Había mal olor y me saqué la
bombacha porque me daba asco llegar al lugar donde casi descubrí la poceta.
Aquel chico se desgració y me ayudó a trepar al corazón que me esperaba. Latió
acelerado por mi visita, la aorta decía que me quería y propuso formar un coro
monocorde entre los dos.
De estar tan
adentro sentí el impulso de salir al afuera. Él me subió a su auto y por fin me
vomitó. Era un chico bueno que se tomó la libertad de pasarme la lengua por
todos los rincones que estaban sucios. Cuando logró sacarme se introdujo él en
mi cuerpo, no por la boca, sino por otro agujero. Él no quería salir de mí ni
yo de él. Fue tan satisfactorio que creamos un vínculo. Duró tanto tiempo que
nunca más bailé sola.

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