La deforestación
comenzó pausada, para construir casitas a los sin techo. Las máquinas amarillas
arrancaban de raíz piñoneros que perfumaban el aire, nuestras sábanas olían a
piñoneros y los árboles plenos de pájaros, que daban sus conciertos para deleite
de todos los que vivían en sus adyacencias.
Las casas nunca
se hicieron. La planicie se cubrió de pasto verde, una llanura, bah. Se le
pidió a la Intendencia, que detuviera el arbolicidio. Ninguno se interesó,
todos vivían lejos y odiaban los árboles porque tapaban la visión lejana de sus
casas, que parecían implantadas en Sta Fe y Arenales o algún lugar de Bs As,
cuyos nombres desconozco. ¿Acorde con el paisaje? Olvidate, el puro cemento,
vidrio y piedritas blancas.
Luego llega un
verano como éste, de casi cuarenta grados y la gente muere por la calle,
mientras el sol se divierte multiplicando su refracción, sobre las inhumanas
construcciones. Los árboles de la calle son suprimidos por sus propios dueños.
¡Para no barrer la vereda! Hacía mi caminata matutina y había luz, miré el follaje y faltaban
sombras, me detuve y mis queridos compañeros ya no estaban. Los cortaron de
raíz, se escuchaban las lágrimas de los pájaros de nidos perdidos.
Un sólo
trabajador, uno, besaba una rama agonizante y pasaba su lengua por la
savia.

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