—¡Los Orientales
nos están atacando!, miren el humo y se darán cuenta.
El viejo
deliraba, llamaba a la Farmacia:
—¿Me traen una
tisana?, la necesito para afrontar esta guerra.
Cuando la
sobrina lo visitaba, miraba sus piernas con admiración.
—Son mejores que
las de Mistinguett, dejame que las acaricie un poquito.
La sobrina fue
corriendo para contarle a su prima:
—Cuando vos te
vas, él dice “Mistinguett, quedate conmigo”, y te nombra todos los días.
Mistinguett
nació en el 1800, nadie la recuerda, era como una especie de Susana Giménez.
Se asomaba al
balcón y preparaba su traje de casamiento, con un luto enorme en la solapa.
—Siempre hay
algún muerto en la familia, tu Madre que hace más de treinta años que murió y
todavía sigo enlutado.
Por primera vez
asistió a Misa, le preguntaron:
—¿Te hiciste
católico?
—Prefiero
hacerme católico antes que hacerme encima.
A sus hijas les
brindó chalecitos en Miramar y los frontones tenían el nombre de cada una de
ellas. Las escrituró para cuando él se muriera, regalarlas a la Iglesia. Se
levantaba a las cinco para sentarse en el último escalón del edificio. Volvía
su bisnieta, borracha y mal entrazada.
—Antes de hacer
la puta, casate con un tipo que tenga mucho vento, así lo hice yo.
Empezó a cagarse
encima, había un olor insoportable en aquel departamento. Dejaban las ventanas
abiertas todo el día, lo que le produjo neumonía irreversible.
Sus últimas
palabras fueron:
—¡Me cago en
Dios!

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