lunes, 12 de abril de 2021

MISTINGUETT

 

   —¡Los Orientales nos están atacando!, miren el humo y se darán cuenta.

   El viejo deliraba, llamaba a la Farmacia:

   —¿Me traen una tisana?, la necesito para afrontar esta guerra.

   Cuando la sobrina lo visitaba, miraba sus piernas con admiración.

   —Son mejores que las de Mistinguett, dejame que las acaricie un poquito.

    La sobrina fue corriendo para contarle a su prima:

   —Cuando vos te vas, él dice “Mistinguett, quedate conmigo”, y te nombra todos los días.

   Mistinguett nació en el 1800, nadie la recuerda, era como una especie de Susana Giménez.

   Se asomaba al balcón y preparaba su traje de casamiento, con un luto enorme en la solapa.

   —Siempre hay algún muerto en la familia, tu Madre que hace más de treinta años que murió y todavía sigo enlutado.

   Por primera vez asistió a Misa, le preguntaron:

   —¿Te hiciste católico?

   —Prefiero hacerme católico antes que hacerme encima.

   A sus hijas les brindó chalecitos en Miramar y los frontones tenían el nombre de cada una de ellas. Las escrituró para cuando él se muriera, regalarlas a la Iglesia. Se levantaba a las cinco para sentarse en el último escalón del edificio. Volvía su bisnieta, borracha y mal entrazada.

   —Antes de hacer la puta, casate con un tipo que tenga mucho vento, así lo hice yo.

   Empezó a cagarse encima, había un olor insoportable en aquel departamento. Dejaban las ventanas abiertas todo el día, lo que le produjo neumonía irreversible.

   Sus últimas palabras fueron:

   —¡Me cago en Dios!

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