—¿ A dónde se
dirige?
Así nomás, sin
respeto.
—Voy a comprar
comida, ¿puedo?
El que estaba de
civil me siguió hasta el Cagarca, un supermercado berreta. Sopleteado en la
puerta. Barbijos con dibujos que parecían decir “¡Viva la Pandemia!” Después de
llenar mi carro haciendo cola para las bebidas, la quesería, la verdulería que
no atendía nadie, mis piernas no me respondían.
Hice la fila que
dice: “Para mayores de 65 años”, había sendas pintadas de amarillo donde
decían: “espere a ser llamado”. Pedí a todos los que estaban delante de mí, que
eran como diez bien cargaditos, al grito de:
—Tengo setenta y
dos! Me corresponde ser primera, queridos jóvenes.
—¡Es carísimo!
—cada cosa que tipeaban:
—Este chorro
cobra el doble de cualquier producto. —y seguí mirando y protestando. Una
Señoritinga dijo:
—Cuide su
lenguaje, Señora.
Monté en cólera,
(que no es lo mismo que Covid) y le empujé su carro hasta la salida, donde todo
lo que llevaba, se esparció en la calle. Se armó tanta confusión y corridas por
aquí y por allá, aproveché y me fui sin pagar. El carrito lo entré a casa, bien
cargado.
—¿Y el carro,
para qué lo queremos?—dijo mi Marido que lo dejó en el garaje, por las dudas.
Tenía ese lugar lleno de por las dudas. Al carro le dio utilidad de inmediato,
le servía para trasladar las macetas al sol o a la sombra.
—¿Ves que los
chorros sirven para algo?
—¿Lo decís por
mí?
—Vos sabrás.

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