sábado, 24 de abril de 2021

SALEM

 

   Estaban acusadas de brujería, porque sí, porque en aquellos tiempos se usaba que cuando un hombre miraba a una mujer, ellas debían bajar los ojos para guardar su prestigio de mujeres honradas.

   Había otras, tal vez más sinceras, que respondían a esas miradas con sus propias miradas y algunas más descaradas sacaban una lengua rosada, como las gatitas, recorrían sus propios labios.    Concertaban citas para los graneros de la noche.

   La más bella mujer, la más codiciada, era Selena, capaz de arruinar su vida por un rico picoteando su espalda. Salem era un pueblo seco, de corazón e inclemente en su perversión. Reunían las muchachas en la plaza y desde un balcón los fatuos señalaban:

   —¡Ah, aquella!

   —A la de arriba, la morocha, la del pelo colorado.

   Todas ellas eran las que el domingo las ataban y les prendían fuego. Mientras esto sucedía, el pueblo se encerraba en sus casas y observaba tras los visillos.

   La más bella mujer, la más codiciada, fue la que todos señalaron a morir en la hoguera. Tan luego ella, la más inocente. La encargada de baldear las calles del lugar. Cuando la fueron a buscar, apareció con una capa descolorida, caminaba sola por el medio de la calle, desnuda, hasta llegar al centro de la plaza. La hoguera la esperaba. Tenía un prometido que no pudo mirar el fuego. Le gritaban:

   —¡Bruja! Ojalá no queden ni tus cenizas.

   Selena no le guardaba rencor a nadie, por eso recorrió el camino del cielo y le sonreía a todas las llamas. 

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