Estaban acusadas
de brujería, porque sí, porque en aquellos tiempos se usaba que cuando un
hombre miraba a una mujer, ellas debían bajar los ojos para guardar su
prestigio de mujeres honradas.
Había otras, tal
vez más sinceras, que respondían a esas miradas con sus propias miradas y
algunas más descaradas sacaban una lengua rosada, como las gatitas, recorrían
sus propios labios. Concertaban citas
para los graneros de la noche.
La más bella
mujer, la más codiciada, era Selena, capaz de arruinar su vida por un rico
picoteando su espalda. Salem era un pueblo seco, de corazón e inclemente en su
perversión. Reunían las muchachas en la plaza y desde un balcón los fatuos
señalaban:
—¡Ah, aquella!
—A la de arriba,
la morocha, la del pelo colorado.
Todas ellas eran
las que el domingo las ataban y les prendían fuego. Mientras esto sucedía, el
pueblo se encerraba en sus casas y observaba tras los visillos.
La más bella
mujer, la más codiciada, fue la que todos señalaron a morir en la hoguera. Tan
luego ella, la más inocente. La encargada de baldear las calles del lugar.
Cuando la fueron a buscar, apareció con una capa descolorida, caminaba sola por
el medio de la calle, desnuda, hasta llegar al centro de la plaza. La hoguera
la esperaba. Tenía un prometido que no pudo mirar el fuego. Le gritaban:
—¡Bruja! Ojalá
no queden ni tus cenizas.
Selena no le
guardaba rencor a nadie, por eso recorrió el camino del cielo y le sonreía a
todas las llamas.

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