Voy a dejar de
escribir, no tengo ideas. Hay una bruma blanca que lo impide. Subí al techo
para mirar un sol que agoniza como yo. Aparece un trabajador:
—Señorita, ¿no
quiere que le fabrique una escalera para sentirse más segura?, mire que las
tejas son peligrosas.
Construyó un
mangrullo más alto que mi casa. Me dejó un papelito: “Nos vemos. Le agregué una
madera en el mangrullo con una silla para que siga escribiendo”.
Aparecieron las
ideas, fue una avalancha que me costó mucho discriminar. Podría escribir acerca
del hombrecito de mameluco rojo, blanca la cabeza, blanca su barba. ¿Cómo supo
que iba a dejar de escribir? Si ya tengo su historia en la cabeza, era un gnomo
con el alma también blanca. Trabajaba solo, vivía solo y enamorado de la
madera, del serrucho y los clavos. No tenía puertas ni ventanas, dormía sobre
la tierra. Algunas veces en terrenos privados, recibió disparos de escopeta,
como era gnomo, las balas rebotaban. Se alimentaba de cáscaras de caracoles, o
licuados de hormigas.
Me enamoré y se
lo dije, me contestó:
—Bueno, venite
conmigo.
Ni idea lo que
pasó después. Terminé durmiendo sobre la tierra y él preparando sopa de sapo.

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