Estaban en el
campo cuando apareció aquel chico que caminaba buscando a Dios. Un Peón se lo
acercó al Patrón. El chico tenía ojos negros y moretones en todo el cuerpo. Lo
adoptaron, lo bañaron y le dieron de comer.
—Parece que soy
un chico de diez años, pero la verdá tengo cinco. Mis Padres me abandonaron,
fue mejor, estaba cansado que se descargaban conmigo. Con las manos, con la
hebilla del cinturón, me dejaban sin comer, a lo mejor se olvidaban. Yo estaba
anémico y aunque hubiera querido crecer, no podía.
La familia quedó
sorprendida por aquel relato tan cruel. Le pidieron que se quedara, le
brindaron techo y comida. Un cuarto alegre con edredones que él conocía por vez
primera.
Por siete días,
llegaron los cinco sobrinos del Patrón.
—Vas a poder
jugar con ellos, así lo pasarás mejor que con los grandes.
El chico los
esperaba con ansiedad, amigos nunca tuvo.
Lo rechazaron ni
bien lo conocieron. Si él se acercaba, los chicos huían. Le tiraban coquitos de
arriba de los árboles, pedazos de migas mojadas, le metían el dedo en la sopa.
Fue una tortura más en su vida. Volvieron a la ciudad. Los llevó el Patrón con
su Esposa.
—Pasaremos unos
días con parientes, te podés arreglar solito. Hay una Señora que es una
cocinera excelente, ella te dará los almuerzos y las limpiezas que hicieran
falta. Ya le dijimos que te tratara a cuerpo de Rey.
La Señora
prestaba los servicios convenidos. Menos hablar.
—Los Patrones no
vuelven hasta el verano que viene. Ellos me dijeron que estabas acostumbrado a
vivir solito.
Le gustó la
idea, comenzó a limpiar la casa y comer del huerto. Buscó el lugar donde estaba
la caja fuerte, logró abrirla y sustrajo todo el contenido.
Hizo un pozo
alejado y lo que robó quedó allí. Luego el verano y los Patrones que no
retornaban, lo hacían lagrimear. Al atardecer lloraba todo, su pasado que no
quería olvidar y su presente abandonado.
Una noche de
estrella y luciérnagas escuchó el ruido de un motor. Aparecieron los dueños. El
Patrón entró a su dormitorio, durmió como un ángel. La señora lo arropó.
Habían tenido
una infinidad de problemas que los pudieron solucionar. Tendrían que vivir en
la pobreza. No querían que el chico supiera. Por la mañana se abrazaron y se besaron,
la Mujer le dijo:
—¡Hijo mío,
cuánto te extrañamos!
A las dos horas,
el Patrón gritaba:
—¡Nos robaron
todo el dinero y no sabemos quién!
Le preguntaron
al chiquito:
—Yo no sé nada,
pero la mujer que se ocupaba de la casa, llevaba una bolsa grande. No quiero
acusar sin pruebas, a lo mejor piensan que fui yo.
—Para nada, si
apenas sos un niño chico y bueno.
Esa misma noche,
el chico fue al pocito, donde había escondido el dinero que robó. Montó un
caballo brioso y anduvo al trote. De pronto se detuvo y miró la casa, cuando
sintió la primera lágrima asomando, se frotó los ojos con el puño.

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