Cuánto tiempo que no miraba esa casa
cerrada, con vidrios rotos, puertas y ventanas entornadas. Viví en esa casa la
mitad de mi vida, tenía doscientos años, no yo, sino la casa. Con un albañil
amigo la restauramos, le lustramos los pisos y a las ventanas rotas las
cubrimos con papeles de colores transparentes y gelatinosos.
Recordé qué felices éramos cuando nos
juntábamos en la mesa. Hacíamos un círculo perfecto. Terminada la restauración,
cubrimos el mobiliario con sábanas blancas y nos fuimos.
Un día pasé y entré, quise revertir mi
cobardía. Me sentí tan antiguo como la casa, me asusté cuando vi las sábanas
blancas, se movían desde cada lugar siendo que no corría un soplo de viento.
Me encontré en la mesa circular que
antiguamente compartíamos. Tengo una foto de ellos, yo no estoy, era el que
tomó la foto. El episodio no me resultó grato. Fue como si nunca hubiera
pertenecido al círculo.
Cuando vi la casa de lejos, cambié de idea y
partí con el auto hacia la casona. Había
hecho unos pocos kilómetros y advertí que no tenía frenos. El auto hizo la suyas,
chocó la casa, se derrumbó sobre el auto y sobre mí, pero yo lamenté mi auto
más que a mí.
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