La nostalgia me abruma y perdí la conciencia de mi ancianidad. Una relación de tres años, intensa, sin coincidencias de intereses, excepto los furtivos encuentros de cuerpos sin reparos.
Despedidas que me dejaban incógnitas y
estómago de mariposas salvajes. La perversión crecía y mis deseos se expandían,
los suyos permanecían para luego tornarse exiguos.
Abandonó su casa paterna y alquiló un
monoambiente. No tenía cuadros ni tapices ni sillones. Adentro reinaban
elementos gimnásticos, que daban frío, todo daba a un patio con macetas enormes
en filas perfectas, trazadas con escuadra. Verde sin amor y ninguna flor.
Preparó un licuado con vegetales y leche de
soja. Delante de su mini casa fueron a vivir unas chicas, que lo usaban para
computear sus apuntes de la Facultad.
—Me tienen harto, es todos los días, no les
digo nada porque hay dos tan lindas.
Me pegó una estocada en el corazón. Pasó
tiempo y me dediqué a sufrir, es lo que mejor hago.
Empezó en un gimnasio, donde trabajaba
compulsivo. Apareció una señora que le enseñó elementos de Yoga al empezar sus
ejercicios y a cerrarlos al terminar. Yo no sabía nada, me enteré por terceros.
Visitaba a la señora, que le abría la puerta todos los días. A mí, me la cerró
para siempre.
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