Asiste al café
matutino como a misa. Espera la bendición de escuchar una conversación rara,
interesante o absurda, que provenga de otra mesa.
Ella está sola y
se produce una alteración en el sonido. La llegada del mesero:
— Buenas tardes,
¿qué va a tomar, señora?
Correcto el
muchachito, explotado doce horas, con ojeras y sonrisa “Si no me echan”. Ella
tiene ganas de pedir cianuro en las rocas, invitarlo a compartir el suicidio.
Se siente
egoísta, tacaña de la vida ajena. El chico es joven, piensa un futuro que ni él
mismo ve. Pero lo tiene. Ella no. Piensa en la muerte, pero no viene, sola no
se atreve.
Le falta
audacia, lucidez, puntería. Cuando llega se dirige a la cocina, el piso está
gastado en los mismos lugares. Las pisadas son diarias e inequívocas. Saca un
huevo de la heladera. Lo hierve. Come de pie, se quita los zapatos, uno con
otro. El piso le da frío, corre al living, prende la tele. Aparece Mirtha con
un invitado viejo y operado. Ese actor, de joven, la dejó sin aliento. Se mete
más de la mitad del huevo en la boca, mientras sube el volumen. Justo cuando el
tipo recuerda su primer película, ella tose. Mucho huevo pegado al paladar, se
le parte el postizo que venía despegado. Baja por su garganta media prótesis,
rebozada con huevo y diente de dientes. Miró la pantalla, el viejo actor, la
dejó sin aire para siempre.
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