—Te voy a decir
la verdad ─puso ojos de mentira, yo pensé: si me decís la verdad, me parece
redundante, porque no te creo lo que sigue.
—Fuimos a pescar
con los muchachos, le dicen La Laguna Salvaje por tanto árbol, festucas, barro,
arbustos exóticos. Íbamos en tres canoas. Gorriti fue el primero al cual la
tanza le tiró y la visera le tapaba los ojos. Pudo sacarlo, de memoria. Tenía
escamas suaves grises, negras y solferinas. Una capa lo rodeaba en todo su
contorno. La subimos a la canoa, pesaba cuatro kilos. Parecía diseñada por un
ebanista. Yo semidormido con una mano dentro del agua encontré una estrella de
río, me di cuenta por las manchas de petróleo. Siguieron extraños ejemplares,
hasta que los recipientes rebalsaron.
Era el
atardecer, todos dirigimos nuestros ojos a los todavía peces, tantos colores,
tantos hijitos rojos siguiendo a sus padres verdes. Fue tácito, devolvimos los
habitantes del agua, al agua.
La primera noche
dormimos o eso intentamos. Se escuchaban patitas de gato rodeando el
campamento.
El más
sabihondo, dijo que eran tapires gorolípedos, ignoraba la enorme cantidad que
había. Se comieron la carpa, la ropa mojada, cuando vimos que seguirían con las
canoas nos trepamos y remamos hasta desmayar. Ni sentimos los tapires que
olfateaban. Cuando llegamos, los tapires gorolípedos iban prendidos, de a
cientos.
Buenos Aires se
llenó de casales, llegó a ser plaga. Pasaron de herbívoros a carnívoros. Se
comieron el Jardín Botánico entero y ahora se asoman al Jardín de Infantes,
parecían tan tiernitos.
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