miércoles, 25 de mayo de 2022

ENTRE DORMIDA

 

   Muy cerca de una aldea en altura, con cataratas delgadas en la ladera de montaña, construcciones antiguas, con techos angulados dirigidos al cosmos.

   Me metí entre cañas de bambú que no se doblaban, las cañas parecían un monte sin salida, me asusté. Las cañas se fueron haciendo bajas y flexibles. Me regalaron una sorpresa, un portón de dos hojas inmensas, todo tallado a mano. Ningún espacio era idéntico a otro, había filas de soldados, batallas, bodas y nacimientos, letras que desconocía. Tenía curiosidad y me colé por un costado.

   Por fin aparecieron personas, vestidas como en siglos anteriores y sonreían contentas ante mi paso inseguro. Casi ni llevaba cosas, las fui dejando en el camino, lo último que tiré fue la mochila y los botines. No sé cómo pude andar durante tanto tiempo, con tantos kilos apoyados en mi espalda. Ellos hablaban en un idioma desconocido y tranquilo. Yo contestaba en mi idioma, tenía miedo que se ofendieran si me callaba. Bajaron de la ladera con camino acaracolado, unos veinte monjes de túnicas rojas y anaranjadas. Traían una mandarina cada uno y las pelaban dejando pedacitos de cáscara, para poder retornar, un testimonio en el ascenso.

   El más viejo, que tenía doscientos años, era el consultor de todos los monjes. Él les ponía límites a distintas problemáticas. Tenía como instrumento, un ábaco de uvas, había momentos que sacaba alguna y la comía pelada con dedicación.

   Con doscientos años el ábaco se le hacía complejo. Antes de morir, las comió todas. Después se encerró en una casa de hornero y reencarnó en doscientas parras. El más joven heredó el trabajo de consultor. La única mujer era yo. Me senté en una piedra y pude ver el paisaje de montañas finas y altas y las cataratas angostas le dibujaban hilos de plata.

   Vino el consultor joven y hablando con gestos, señaló que no podía permanecer una mujer. Era una tentación prohibida para tantos monjes. Dio media vuelta con la cabeza inclinada y manos unidas, señaló mi salida con una sonrisa. Las puertas talladas estaban abiertas y en un costado mi mochila, con la ropa lavada y alimentos en un recipiente de cobre. Cuando quise agradecer las puertas estaban cerradas.

   Me asombró la cercanía de una ruta, subí a un taxi, que en el vidrio trasero, tenía impreso el paisaje que conocí. No le di importancia, porque recién había abierto los ojos y entre dormida vi una cartera en lugar de la mochila. Giré mi cabeza y allí estaba el paisaje donde estuve, yo sentada en una piedra, me saludé con bonhomía. De a poco cerré los ojos y me dormí de nuevo, el chofer me despertó:

   —Aquí es la dirección que me dio Ud, tenga cuidado, porque los semáforos no andan.

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