Muy cerca de una
aldea en altura, con cataratas delgadas en la ladera de montaña, construcciones
antiguas, con techos angulados dirigidos al cosmos.
Me metí entre
cañas de bambú que no se doblaban, las cañas parecían un monte sin salida, me
asusté. Las cañas se fueron haciendo bajas y flexibles. Me regalaron una
sorpresa, un portón de dos hojas inmensas, todo tallado a mano. Ningún espacio
era idéntico a otro, había filas de soldados, batallas, bodas y nacimientos,
letras que desconocía. Tenía curiosidad y me colé por un costado.
Por fin
aparecieron personas, vestidas como en siglos anteriores y sonreían contentas
ante mi paso inseguro. Casi ni llevaba cosas, las fui dejando en el camino, lo
último que tiré fue la mochila y los botines. No sé cómo pude andar durante
tanto tiempo, con tantos kilos apoyados en mi espalda. Ellos hablaban en un
idioma desconocido y tranquilo. Yo contestaba en mi idioma, tenía miedo que se
ofendieran si me callaba. Bajaron de la ladera con camino acaracolado, unos
veinte monjes de túnicas rojas y anaranjadas. Traían una mandarina cada uno y
las pelaban dejando pedacitos de cáscara, para poder retornar, un testimonio en
el ascenso.
El más viejo,
que tenía doscientos años, era el consultor de todos los monjes. Él les ponía
límites a distintas problemáticas. Tenía como instrumento, un ábaco de uvas,
había momentos que sacaba alguna y la comía pelada con dedicación.
Con doscientos
años el ábaco se le hacía complejo. Antes de morir, las comió todas. Después se
encerró en una casa de hornero y reencarnó en doscientas parras. El más joven
heredó el trabajo de consultor. La única mujer era yo. Me senté en una piedra y
pude ver el paisaje de montañas finas y altas y las cataratas angostas le
dibujaban hilos de plata.
Vino el
consultor joven y hablando con gestos, señaló que no podía permanecer una
mujer. Era una tentación prohibida para tantos monjes. Dio media vuelta con la
cabeza inclinada y manos unidas, señaló mi salida con una sonrisa. Las puertas
talladas estaban abiertas y en un costado mi mochila, con la ropa lavada y
alimentos en un recipiente de cobre. Cuando quise agradecer las puertas estaban
cerradas.
Me asombró la
cercanía de una ruta, subí a un taxi, que en el vidrio trasero, tenía impreso
el paisaje que conocí. No le di importancia, porque recién había abierto los
ojos y entre dormida vi una cartera en lugar de la mochila. Giré mi cabeza y
allí estaba el paisaje donde estuve, yo sentada en una piedra, me saludé con
bonhomía. De a poco cerré los ojos y me dormí de nuevo, el chofer me despertó:
—Aquí es la
dirección que me dio Ud, tenga cuidado, porque los semáforos no andan.
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