Cuando nació mi bebé, tenía cajas preparadas
con ropa tejida, lana o algodón y mantas hechas por mi Madre, sus hermanas y
mis Abuelas. Eso que se dice que los niños cuando nacen traen un pan bajo el brazo,
mi pobre bebé trajo deudas.
No encontramos otra opción que pagaran los
Abuelos encantados. Nosotros humillados. En mi primer salida sola encontré una toalla
blanca con bordecitos rojos y la capucha con gatos bordados a mano. Cuando
terminaba de bañarlo lo envolvía en esa toalla y lo depositaba en el moisés. Él
amaba los gatitos de la capucha y cuando la quitaba, no paraba de llorar. Eran
bastantes molestos sus berrinches y terminó usada de sábana.
El bebé creció y la toalla fue descartada y
odiada por mí. La escondí para no verla más. Tenía celos de ese trapo. Un día
haciendo limpieza, la encontré y la transformé. Se fue deshilachando, alguna
vez la remendaba, luego me cansé y dejé que el tiempo hiciera lo que quisiera.
Cuando mi hijo cumplió 36 años, la toalla era una guedeja. La puse en el
lavarropas y luego del secarropas la planché.
Quedó perfecta, hice trencitas a las
guedejas y reparé a los gatitos bordados. La usaba como cuello de cualquier
vestido. Muchas veces dormí con el vestido puesto, no me podía separar.
El día que hicimos un asado se me quemó. La
hice un bollo y la tiré a la mierda.
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